lunes, 16 de noviembre de 2015

GAMCHI


El despertador sonó a las cinco y media. Entreabrí los ojos y miré de reojo hacia la ventana. Aún era completamente de noche. Llovía. Ni yo ni David, que dormía a mi lado, movimos un músculo, mientras salíamos de nuestro letargo y tomábamos consciencia de lo que estábamos a punto de hacer. No nos alargamos: no había tiempo que perder, y fuera de la furgoneta el resto del grupo ya estaba poniéndose lentamente en marcha.

Después de vestirnos, salimos y fuimos a los lavabos. El dueño del camping nos había dado permiso para colgar allí nuestros neoprenos la noche anterior, y aliviados, comprobamos que estaban secos e incluso calientes gracias a la calefacción. Hicimos las mochilas, desayunamos en un silencio mayor al habitual, y una hora después estábamos camino de Griesalp. 

En Reichenbach nos metimos con los coches en medio de un mercado semanal a medio montar. Los feriantes se afanaban a instalar sus paradas en plena oscuridad mientras aquellos malditos españoles, haciendo caso omiso de las señales de tráfico, zigzagueaban entre ellos. Empezamos a subir por la carretera y enseguida nos vimos envueltos en una espesa niebla. Nuestro silencio se hizo más denso, pesado, opresivo. Quizá todos dudábamos, aunque nadie dijo nada.

Por suerte, una vez pasado Kiental la niebla quedó atrás. Al llegar a la cabaña junto a la que aparcamos, ya había amanecido. El cielo estaba raso, y la temperatura rondaba los cero grados cuando echamos a andar. Superamos el collado y al fondo, apenas perceptible de lejos, divisamos la estrecha grieta por la que, si todo iba bien, saldríamos helados pero pletóricos unas horas después. Por encima, se levantaban imponentes muros de roca primero, de hielo a continuación. A sus pies, la morrena aparecía muy ligeramente cubierta de nieve y escarcha, una escarcha que no estaba el día anterior. Desde lo alto el glaciar, eterno, nos contemplaba mientras iniciamos el ascenso hacia él. Apenas encontramos hielo en la cornisa, por lo que no hicieron falta los crampones. Superado un segundo collado, nos alternamos para abrir traza en la nieve y por fin divisamos las dos cabezas del monstruo: los dos colectores que dan lugar a ese abismo insondable, frío e inhóspito que es el barranco de Gamchi.

la aproximación, con el glaciar al fondo


Descartado el colector más cercano, no equipado, lo sorteamos y nos dirigimos al segundo y más alejado. Fue duro desnudarse. El neopreno, que parecía estar caliente al guardarlo en la mochila, estaba ahora desagradablemente frío. Mientras nos poníamos nuestras armaduras de goma, el sol asomó por detrás del glaciar. La primera muestra de alegría se tornó rápidamente en una mueca. Sol significa mayor temperatura. Mayor temperatura significa fusión. Fusión significa... Una vez más, nadie dijo nada.

primeros pasos en el barranco: improvisando el rápel de entrada
Uno a uno fuimos desfilando hacia el interior de la grieta, y empezamos la cuenta atrás. Contra el frío, contra la fusión, contra los posibles contratiempos, contra el final de las horas de luz. ¿Éramos los primeros en descenderlo este año? Posiblemente sí. ¿Estaría en condiciones? ¿Las instalaciones habrían resistido las brutales crecidas del deshielo del verano? Eso habría que verlo. Por si acaso, cargábamos con un taladro ligero y dos equipos de espitar, en un barranco en el que quedarse atascado no es una opción.

Superamos los primeros resaltes sin grandes contratiempos. En el primer rápel, la reunión estaba extrañamente inalcanzable, y tuvimos que improvisar pasando la cuerda alrededor de un bloque bastante liso y resbaladizo. La delicada maniobra aguantó el rápel de los cuatro primeros, pero falló con el quinto. Conmigo. Afortunadamente, el rápel sólo tiene tres metros y aterricé de espaldas en un lecho de grava. Lesionarse aquí tampoco es una opción.

preparando el descenso a los abismos
Varios rápeles más allá, vislumbramos el abismo. Buscando el paso a través de un enorme caos nevado, fuimos descendiendo por un gigantesco embudo hasta alcanzar una repisa, un balcón al averno más oscuro. La luz se detenía allí. Al final del pasamanos, una reunión suspendida permitía mirar hacia abajo. Cincuenta y seis metros que parecían infinitos sobre un pozo sin fondo. Cruzar el chorro de la cascada, y luego nada. Oscuridad. Lo que se siente al descender a oscuras mientras te cae el agua encima y tu frontal no ilumina más que el torbellino de agua y viento que te engulle, la sensación de tocar tierra inesperadamente en medio de un vendaval en el que parece llover horizontalmente, de chocar esos cinco con tus compañeros... es difícil de describir. ¿En un ambiente tan hostil, como es posible sentirse tan terriblemente vivo?

Ya habíamos encendido los frontales, y tardamos en apagarlos. Una vez en el fondo, la luz no existía. No estábamos en una cueva, pero las paredes eran tan estrechas, tan sobrecogedoramente altas, que la oscuridad era total. Los rápeles se sucedían, la mayoría de pequeño tamaño. La grieta giraba una y otra vez, con sus formas afiladas y caprichosas. Un último rápel de treinta metros nos hizo cruzar un géyser. Lo bajé de último, y las luces de mis compañeros al fondo le daban unos contraluces y una belleza fría pero incontestable. Este era más pequeño, pero a oscuras y con ese entorno, el del Freissinières, en comparación, me pareció una broma. Más allá nos esperaba la catedral, una sala majestuosa. La luz brotaba de lo alto y caía sobre nosotros, rompiendo apenas la penumbra. Una cascada se precipitaba al interior, llevando consigo el agua de la nieve que se fundía al sol. El agua había tardado una eternidad en tallar aquella maravilla. Nosotros solo éramos unos intrusos, unos extraños pasajeros e insignificantes.

 
Josito, camino del géyser en medio de la tempestad subterránea


de vuelta a la luz, camino del final
Llegábamos al final. Tocaba ahora recorrer un pasillo estrecho, con varios bloques empotrados a diferentes alturas. Las dificultades habían terminado, pero uno de nosotros había sugerido antes que, en ese paso, un alud de nieve caído desde lo alto fácilmente podría taponar el paso e impedirnos continuar. Nadie dijo nada. Quedarse bloqueado y esperar un rescate exterior aquí, tampoco es una opción. El comentario se hizo presente mientras recorríamos aquella angostura. En unos bloques, una cuerda suspendida de lo alto nos mostró que para alguien, esa hipótesis se había vuelto realidad.

Al fin salimos a la luz; una luz fría y difusa. Bajo nuestros pies, el agua discurría espesa, lechosa: mientras recorríamos las entrañas del valle, el sol había ido calentando el glaciar, lenta pero perceptiblemente, y el caudal había ido creciendo sin que nos diéramos cuenta. Ya daba igual. Las paredes se fueron haciendo cada vez más bajas, hasta que finalmente desaparecieron. Estábamos en la morrena, bajo un sol espléndido. Demasiado espléndido quizá, pero daba igual. Y el frío también.

Todo daba igual. Estábamos eufóricos. Acabábamos de bajar uno de los barrancos más impresionantes, comprometidos y bellos de Europa. Quizá el que más.


la enorme cicatriz del Gamchi, vista desde la aproximación



Datos de interés


el día antes, echando un vistazo a la salida del barranco
Fecha del descenso: 19/10/2015

Cotación: v6 a5 V

Acceso desde: Griesalp (Berna, Suiza)

Combinación de coches: no

Aproximación: Desde Reichenbach, tomar la carretera que sube Kiental y a Griesalp. Ojo a la existencia de nieve o hielo: la carretera se vuelve muy revirada y sube con una inclinación de hasta el 28%. Pasado Griesalp, en teoría no es posible continuar con el coche, así que remontaremos a pie todo el valle por una pista, hasta llegar a unas cabañas (1617 m). Desde aquí, hay aproximadamente 30 minutos hasta el final del descenso. Siguiendo sin desviarse el GR, ascenderemos por unas cornisas dejando el barranco a la derecha, superaremos un collado y llegaremos al final del glaciar. El descenso tiene dos colectores: el más próximo a nosotros no está equipado, así que lo superaremos por el sendero GR e iremos a buscar el siguiente, el ramal izquierdo. Junto a una pasarela metálica, nos cambiaremos y entraremos al cauce. Mínimo 2 horas.

agua, roca, frío, oscuridad
Descenso: Barranco glaciar difícil de encontrar en condiciones. Cuando se muestra tratable por caudal, las condiciones del acceso pueden ser difíciles o imposibilitar directamente llegar a él. Demasiado por encima de los cero grados, la fusión de la nieve puede darnos problemas; demasiado por debajo, nos los pueden dar el frío y el hielo, durante la aproximación y/o durante el descenso. Duro pues por temperatura, y muy comprometido. Una vez se cierra, las paredes son altísimas y llegan a estrecharse hasta poco más de medio metro. No hay posibilidad de escape: un atasco en la zona oscura puede resultar dramático y convertirse en una carrera contrarreloj contra la hipotermia. Bien equipado en la fecha de nuestro descenso, con algunas instalaciones expuestas. Sin embargo, las crecidas pueden arrasarlo, de manera que a principios de temporada sería temerario no llevar material de equipar.

Por lo demás, descenso único, soberbio, inconmensurable. Su entorno, tan hostil e inhóspito, no hace más que resaltar su belleza. Tiempo, de 3 a 4 horas, según grupo y condiciones.

Retorno: Desde el final del descenso, por el mismo camino del acceso. 30 minutos hasta las cabañas del final de la pista.

Rápel más largo: 56 m

Material: cuerdas 2 x 60m, Valorar crampones y piolet para la aproximación (nieve en el acceso; especialmente peligrosa la presencia de hielo en las cornisas). Imprescindible equipo de instalación, y un buen frontal: el tramo oscuro es largo, y la luz, inexistente.

Lo mejor: belleza y dureza unidas; actividad muy difícil de olvidar

Lo peor: compromiso muy elevado, difícil de encontrar en condiciones

Puntuación personal (de 0 a 4): 4





Fotos: David Sánchez, Xavi Guerrero
Vídeo: Josito (visitad su canal en Youtube)


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